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El paradigma de la discapacidad ha evolucionado en la historia, especialmente en el trato y rol social que se le ha otorgado a las personas con discapacidad. El último siglo, que ha estado marcado por la revolución y exigencia de derechos civiles, la globalización y el acceso a los medios digitales, también ha tenido sus consecuencias en el mundo de la discapacidad.
Históricamente se nos ha visto como personas de tercera clase, prescindibles, objetos de caridad, lástima y, en el mejor de los casos, normalizables mediante procedimientos médicos. Se nos ha hecho creer que la discapacidad tiene una connotación negativa, no solo por el hecho de ser personas distintas desde lo corporal, sino que desde el impacto que genera en nuestro círculo cercano, especialmente cuando no existen los apoyos necesarios.
Se nos ha hecho creer esto, porque en la práctica existe tal ausencia del Estado en materia de políticas públicas que garanticen el acceso al cuidado, que las familias, especialmente sus integrantes mujeres, deben renunciar a sus proyectos de vida para ejercer las labores de cuidado, sin alternativas. Esto genera finalmente dos efectos desoladores: serios problemas de salud mental, que por cierto es otro ámbito abandonado en nuestro país; y las consecuencias económicas negativas por no percibir ingresos al dedicarse al cuidado no remunerado. Viendo este escenario, por supuesto que vamos a pensar en la discapacidad como una condición negativa. Sin embargo, existen estrategias que abordadas desde un enfoque de derechos humanos, hacen posible revertir esta situación.
El modelo social de la discapacidad nos dice que la discapacidad se genera debido al contexto, cuando la persona al interactuar con el entorno, se ve enfrentada a barreras que limitan o anulan su participación social. Estas barreras pueden ser físicas, actitudinales, cognitivas, sociales, entre otras. Bajo esta lógica, que nace en la década de los setenta en el hemisferio norte, con las demandas del movimiento de vida independiente, se exige a los Estados provean los servicios adecuados para que las personas con discapacidad puedan gozar de sus derechos a la autodeterminación y autonomía, eliminando las barreras antes mencionadas.
Pero estamos en Chile. Vivimos en un país bajo el modelo neoliberal, donde el acceso a ciertos derechos básicos van a depender del nivel de ingreso que cada persona o familia tenga. Este modelo solo nos permite acceder a rehabilitación o a asistencia personal, si tenemos los recursos económicos para hacerlo; o desde la caridad, exponiendo nuestros cuerpos y nuestra intimidad para acceder a un derecho que no tenemos garantizado. No nos olvidemos que la discapacidad genera pobreza, las familias asumen altos costos (medicamentos, ayudas técnicas, rehabilitación) y bajos ingresos por dedicarse al cuidado. Entonces cabe preguntarse ¿cómo es posible alcanzar la igualdad de oportunidades si a las personas con discapacidad, en condición de vulnerabilidad, se le exige superarse, sin prestar los apoyos o derribar las barreras?
Tenemos un gran desafío como país, donde hoy nos encontramos en posición de realizar cambios sociales que reduzcan las desigualdades y permitan acceder, no a beneficios, si no que a derechos. Derechos a la autonomía y a vivir de manera independiente, que está consagrada en el artículo 19 de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, firmada y ratificada por Chile en 2008. Como país nos comprometimos a adoptar medidas efectivas y pertinentes, que aseguren que “las personas con discapacidad tengan acceso a una variedad de servicios de asistencia domiciliaria, residencial y otros servicios de apoyo de la comunidad, incluida la asistencia personal que sea necesaria para facilitar su existencia y su inclusión en la comunidad y para evitar su aislamiento o separación de ésta”.
Hoy es un imperativo hablar de derechos, el derecho de la persona con discapacidad a elegir cómo, dónde y con quién quiere vivir; se debe transitar a una normativa que garantice la asistencia personal remunerada, disminuyendo la sobrecarga familiar en las labores de cuidado; asegurar presupuesto suficiente para cobertura universal de ayudas técnicas y tecnologías de apoyo; así como fortalecer la fiscalización y aumento de sanciones por incumplimiento de accesibilidad al entorno y a la información.
Si bien la Ley 20.422 sobre igualdad de oportunidades e inclusión social de personas con discapacidad, tiene como principio la vida independiente esto no es suficiente. Mientras existan programas que entreguen beneficios y no acceso a derechos, aún nos queda mucho que exigir para alcanzar una verdadera autonomía personal.
Escrita por: Jimena Luna
Coordinadora de Proyectos de CEDETi UC y CIAPAT Chile
Directora de la Fundación Vida Independiente Chile
Fuente: www.cedeti.cl